Guardia Civil, Europa y la deuda pendiente con los derechos fundamentales.
La Constitución española de 1978 trazó una arquitectura institucional con vocación democrática: distinguió con claridad a las Fuerzas Armadas (art. 8) de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad (art. 104), atribuyendo a estas últimas “naturaleza civil”. Sin embargo, casi medio siglo después, la Guardia Civil sigue siendo un cuerpo policial de estructura militarizada, con academias castrenses, régimen disciplinario propio de tropa y oficialidad, mutualidad de defensa (ISFAS) y presencia protocolaria en la Pascua Militar. Esa dualidad no es solo anecdótica: constituye una paradoja constitucional.
La sentencia Dacosta Silva c. España (TEDH, 2006) subrayó la gravedad de esa contradicción. El Tribunal de Estrasburgo consideró contrario al art. 5 del Convenio Europeo de Derechos Humanos que un guardia civil pudiera ser arrestado disciplinariamente sin control judicial independiente. Con ello, el TEDH no anulaba el carácter militar en sí mismo, pero sí advertía de sus consecuencias: no se puede sacrificar la libertad personal en nombre de la disciplina. España fue condenada, y no era la primera vez.
Si proyectamos esa doctrina sobre episodios como la llamada Operación Columna, la pregunta es inevitable: ¿cuántos de los arrestos y privaciones de libertad impuestos a guardias civiles en ese contexto habrían resistido el escrutinio de Estrasburgo? Probablemente pocos. Y aunque no todas esas medidas pudieran calificarse como delitos penales, sí es plausible que muchas fueran ilegales en términos de derechos humanos. Por eso una comisión de la verdad no sería un capricho: sería una herramienta para documentar, esclarecer responsabilidades y reparar a quienes sufrieron privaciones de libertad sin garantías.
Este debate no es meramente histórico. España acumula más de un centenar de condenas del TEDH desde su adhesión al Convenio en 1979. En el ranking europeo, nuestro país está lejos de gigantes de la violación sistemática (Rusia, Turquía, Ucrania), pero eso no debe servir de consuelo. Cada condena supone un recordatorio de que el Estado español aún convive con zonas grises en materia de derechos. Y una parte importante de esas sombras proviene de la persistencia de la militarización de la Guardia Civil.
La contradicción es estructural: policía civil en funciones, ejército en estatuto. El Tribunal Constitucional ha tratado de salvarla con fórmulas como la “naturaleza dual” (STC 73/2010), y el TEDH ha marcado límites mínimos. Pero el resultado es un híbrido difícil de justificar desde el punto de vista constitucional y, sobre todo, poco compatible con una democracia madura que aspira a estándares europeos plenos.
Llegados a este punto, la pregunta que deberíamos hacernos es política, no jurídica: ¿tiene sentido mantener un cuerpo policial esencial para la seguridad pública con estatus militar, en abierta tensión con el texto de la Constitución? ¿No sería más honesto -y más coherente con los valores democráticos- optar por una Guardia Civil plenamente civil en su régimen y estructura, sin renunciar a su identidad y tradiciones, pero liberada del corsé castrense?
Las sentencias de Estrasburgo no son solo reproches judiciales: son llamadas de atención sobre lo que una democracia no debería tolerar. La deuda pendiente con los guardias civiles sancionados sin garantías es, en el fondo, una deuda pendiente con la Constitución misma. Una reforma valiente que resuelva de una vez la paradoja de la Guardia Civil sería la mejor manera de honrar tanto la letra de la Carta Magna como el compromiso europeo con los derechos fundamentales.
José Miguel Prades
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